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―¡Para!,¡para!― Él escuchaba los gritos desesperados de la mujer que venía a su lado.
―¡No puedo!,¡no sé que pasa!
―¡Detente te digo!― Gritaba desesperada mientras el auto corría a toda velocidad por la autopista.
Ella, con el cinturón puesto iba rogando que nadie se atravesara, que él encontrara una solución para lo que estaba pasando, ¿cómo es que la noche había terminado de esta manera cuando todo iba tan bien?
―¡Frena Saramago!, ¡frena te lo pido!― Le pidió angustiada mientras se aferraba con las manos a la parte de enfrente del lujoso auto que no dejaba de acelerar.
―¡No responden los frenos!, ¡no responden! ― Gritó él mientras trata de controlar el auto que cada vez se salía de control y era más difícil maniobrar.
Ambos veían como subía la velocidad y que por más que él querían frenar eso no era posible, estaban condenados. De pronto, a lo lejos vieron que se acercaba una bajada tan empinada que ambos supieron que era su fin.
―¡No por favor Dios mío! ¡No! ― Gritó ella al ver el escenario que estaba frente a ella― ¡así no Dios mío! Te lo pido, no― murmuró entre sus labios mientras el auto bajaba a toda velocidad; ya no había marcha atrás, era su fin.
Ella volteó a ver a su compañero y cómo si hubiese una conexión entre los dos, se miraron a los ojos sabiendo que sería la última vez que lo harían y que jamás regresarían a su casa. Se tomaron de la mano para sentir por última vez la piel cálida de un ser vivo, para despedirse.
―Lo siento― murmuró él―lo siento mucho.
―Así no, Fernando, así no.― Fue lo último que ella dijo para después sentir cómo el auto se elevaba por el aire al haberse salido por completo de la autopista hacia un acantilado que estaba frente de ellos.
Ambos vieron por última vez el hermoso mar que acompañaba a la pequeña ciudad puerto donde vivían, donde habían crecido, se había casado y criado a sus familias. Ella pensó en su hija, él en su familia y cuando los recuerdos de una vida vivida pasaron por su mente, todo se acabó.
Una, dos, tres, cuatro, cinco vueltas dio el vehículo golpeándose sobre las duras piedras, destrozando el elegante auto que él paseaba por las calles orgulloso y que al verlo todos sabía que era él siendo éste el primer identificador a la hora de buscarlos entre las rocas y la hierva crecida.
El auto cayó tan abajo que se necesitaron escaladores profesionales para sacar los cuerpos casi irreconocibles por el número de lesiones que había en ellos, destrozados, golpeados, llenos de una muerte terrible, sólo se supo que eran Claudia de la O y Fernando Saramago por las joyas que llevaba ella y el reloj que portaba él ya que era tan conocidos que no cabía duda de que las dos personas del acantilado eran ellos, sus familiares lo confirmarían horas después.
La señora Saramago fue la primera que llegó, vestida con ropas casuales, muy diferentes con las que se le solía ver. Le habían avisado mientras tomaba un té en la sala de su casa esperando justamente por su marido a que llegara de viaje. Entró sola, sin su hijo Fernando, que en ese entonces tenía trece años, ya que su hermano Fausto la encontraría ahí.
―¿Qué fue lo que pasó?― Preguntó―¿dónde está Fernando?,¿está bien?
―Minerva.― Murmuró mientras ella caminaba a paso firme dejándolo a un lado y yendo hacia la pequeña habitación donde se encontraba su marido.
Su hermano se quedó en silencio y de pronto ella, al ver el cuerpo destrozado del amor de su vida, sin poder evitarlo dio un grito tan doloroso que hizo que varias personas que se encontraban por ahí se unieran a su pena cubriéndose el rostro impactados.
―¿Pero cómo?, no puede ser.copy right hot novel pub