Aquella tarde salió a hurtadillas del palacio una vez más. Hace un par de horas que estaba allí, en la espesura del bosque dentro de los límites del palacio. Llevó su arco y flecha con él, también su espada, se dedicó todo aquel tiempo a practicar con una ilusión de su valkiria, una que ella misma le regaló para tenerlo en forma en aquellos tiempos en los que ambos no podían comunicarse tanto cómo querían. A pesar de ser una valkiria joven, resultaba ser una excelente maestra en el arte del ataque, la pelea y las guerras. No llegó a pelear ninguna guerra aun; pero la experiencia transmitida por sus madres fue bien consumida.
Practicó tiro al blanco y los ataques sorpresas ayudado por aquella mágica ilusión; no tenía la menor idea de cómo funcionada, pero estaba completamente feliz con ella. Además de que le encantaba admirar a aquella chica que resultaba despampanante a sus ojos. Quizá era por qué no había tenido mucha relación con muchachas de su edad tal como la valkiria de la que terminó enamorándose embobado; aunque la ilusión no le ayudaba mucho: primero, porque lo atacaba desprevenidamente cada cinco minutos. Segundo, a una ilusión no la podía besar.
Al sentirse cansado fue hasta la fuente de la ilusión y la cerró. Era una especie de espejo de mano labrado en plata con incrustaciones de rubíes y jades. Cualquiera que lo mirara, no sabiendo lo que llevaba dentro, tacharía a Askenaz de un típico príncipe narcisista que amaba mirarse a sí mismo en el espejo y por eso siempre cargaba con él. Sin embargo, lo llevaba siempre consigo por lo que significaba para él, la presencia infinita de su valkiria… Togarmá.
Resguardó aquel pequeño tesoro en el lugar que él creía era el más seguro, no quería perderlo por nada del mundo.
Ahora se sintió solo y sin una idea de lo consiguiente por hacer. Esperaba que ella apareciera, pero la llamó y no llegó a hacerse presente aquella tarde. Sabía que ella podía tener algo comprometedor que no la dejara escapar cómo para ausentarse; siquiera lo dudaba, confiaba en ella ciegamente, cómo a nada en el mundo.
Por cada día que salía avanzaba un buen trecho en el bosque, aquel día llegó a estar a unos pocos metros del límite que dividía el bosque del palacio al bosque del reino descontrolado. No parecía haber nada que los dividiera, dónde sea que viera, miraba bosque y más bosque. No obstante, sabía que estaba a pocos pasos de la división; veía los árboles marcados con símbolos que indicaban dónde estaba el muro protector.
Siempre se preguntaba cómo era que nadie lograba salir de allí o, de lo contrario, entrar, pues parecía no haber gran cosa que lo impidiera.
Suspiró y dejó caer su cabeza de lado, mirando hacia aquellos árboles y, por lo tanto, más allá de la división. Caminó meticulosamente, poco a poco, acercándose un paso a la vez. Extendió su mano y avanzó de aquella misma manera, hasta llegar al punto exacto en que su mano chocó con un campo invisible y sintió su cuerpo sacudirse ante una descontrolada carga magnética introduciéndose en su cuerpo.
¡Eso era lo que pasaba! ¡Ahora lo sabía!
Sintió un golpe en su abdomen y pudo ver que lo ocasionaba, una vara de metal recubierta en oro, delicada, exageradamente preciosa; eso fue lo que lo tiró a un lado, librándolo de aquello que lo sacudía sin control.
Se quedó en el suelo, mirando que aquella vara había cruzado la fuerza invisible cómo si fuera simple neblina.
¿Pero quién la manejaba?
Se quedó allí por un momento, intentando explicarse cómo habrían creado aquella cosa. Tantas preguntas y ninguna respuesta.
Se levantó del suelo y volvió a caminar en la misma dirección, simulando que tocaría de nuevo dicho límite. Pero no llegó a hacerlo, la vara de nuevo cruzó aquello, chocando su mano casi cómo un padre chocaba la mano de su hijo intentando impedir que tomara algo. ¡Quería saber quién estaba detrás de esa vara!, así que insistió un poco más. Naturalmente, llegó el momento preciso en el que la criatura debió mostrarse e intimidarlo para que de aquel modo dejara de intentar hacer lo que estaba prohibido.
Aquella extraña criatura cruzó el límite sin sentir efecto alguno del magnetismo, si, así como su vara, ambos tenían la capacidad de ir y venir sin ser afectados. Askenaz se echó para atrás, retrocediendo al menos cinco pasos mientras lo miraba boquiabierto. Tenía la cabeza de un león, el cuerpo de un hombre y cuatro enormes alas, cada una de las plumas de sus alas tenía ojos. Nunca había visto uno en persona; no obstante, conocía de su existencia. Había más cómo él, pero ese era el único que tenía la cabeza de un león.
Ninguno dijo nada, sólo se miraron por varios minutos; la criatura le expresaba con la mirada que no se atreviera a volver a intentarlo, quizá, si lo haría, pero no ese día, sino cuando descubriera cómo cruzar el límite sin ser prácticamente electrocutado.
Askenaz dio media vuelta, enseguida, la criatura despareció.copy right hot novel pub