Mis noches empezaban a asemejarse a una eternidad.
No tuve la gran suerte de ser una guardiana muerta mas que por un par de minutos; sin embargo, aun podía recordar vagamente ciertas cosas sobre mis historias.
La vida de una guardiana era tortuosa, un infierno. Aunque era un espíritu, sentía dolor, sed, agobio y mucha soledad; también se describía un perpetuo e interminable sentimiento de un corazón partido. Celos, furia y una cruel tristeza desgarradora.
Era como si, además de que tu novio hubiera despedazado tu corazón, estuvieras siendo torturada, apresada, y tras de eso, fueras un fantasma sin memoria, sin saber cómo se llegó allí, por qué, ni cuando.
Ni siquiera para saber quién eras realmente.
Las guardianas eran prisioneras de mente y de alma. Algo así como una persona enferma mental, solo que estabas muerto.
Quien sea que fuera que había creado aquella maldición, tenía un problema muy grande con alguien. Ansiaba ver sufrir a la pobre chica responsable de tal ira.
Mis pies subieron el escalón de la acera frente a aquella vieja y resquebrajada casa en los suburbios de Dusseldorf. Fue una sorpresa para mí ver que aun había señales, intactas, de lo que fue de mí algún día en aquel lugar. Mi cementerio de animales no fue tocado; al parecer, ni siquiera la casa lo fue. El banco ejecutó la hipoteca de Héller e Ilse para nada, la casa estaba completamente abandonada.
Empujé el portón, ahora parecía tan pequeño, levanté la mirada y vi a lo lejos el árbol en el que solía subirme; este, por el contrario del portón, parecía enorme en comparación a lo que recordaba.
Caminé hasta la puerta y revisé si estaba cerrada, lo estaba, así que decidí dar la vuelta.
Me detuve en la ventana de la que era mi habitación, me incliné y tomé del suelo una vieja llave escondida bajo una roca, aunque se hallaba algo enterrada por los años sin mover. Pero seguía allí, la llave del seguro de mi ventana.
Sonreí...
Era mi costumbre desde tiempos inmemorables escapar por la ventana; dejó de pasar cuando me mudé con Bram, Tania y Papá. En una mansión de tres pisos, lanzarte por la ventana no era una opción...
Luego jamás necesité huir otra vez.
Metí la corroída llave en el viejo cerrojo, me tomó algo de tiempo abrirlo, la corrosión no era de ayuda, pero a final de cuentas cedería.
Meterme por la ventana fue mucho mas fácil de lo que recordaba, ya no necesitaba saltar para subir ni brincar para bajar.
Tan solo me inclinaba, metía una de mis piernas y esta quedaba en el piso al otro lado.
Lo que no había llevado cuando me mudé seguía allí, justo dónde yo lo había dejado, pero sabía que Ilse removió varias cosas; quizá tomó recuerdos.
Miré mi viejo armario, mis viejas capuchas estaban colgadas, un cesto de medias y guantes se hallaba en el suelo, zapatos, algunos que Ilse me compró y jamás usé, esas zapatillas de princesa rosadas en un intento de atraerme a las costumbres de una niña normal.
Suspiré...
No podía creer que el tiempo pasara tan rápido.
Detrás de la puerta colgaba un viejo bolso que no llegué a usar, Héller lo compró para mí; él era el típico padre que no tenía la menor idea de lo que hacía, pero tenía buenas intensiones, no era un bolso para una niña de seis años, era tres veces mas grande que mi cabeza y podía perderme dentro de él en aquel entonces; pero se había dedicado, lo compró porque era de mi estilo, negro, con tachas y remaches, decoraciones de sellos, calaveritas. Pero no pensó en que probablemente me iría de cabeza si intentara cargarlo.
Lo tomé y pasé la cinta por encima de mi cabeza, era cruzado, de mi hombro derecho al lado izquierdo de mi cadera.
Con la manga de mi chaleco sacudí un espejo viejo lleno de polvo; ahora era perfecto para mí.
Me puse de rodillas, tomé las zapatillas de princesa y las eché dentro del bolso; no era que me gustaran ahora, pero significaban algo. Cometí el error de darle una palmada al bolso, este de inmediato expidió una nube de polvo que me hizo toser.
Seguí investigando, removí las cajas del armario, revisé debajo de mi vieja cama, debajo de los colchones, ahogándome en polvo de vez en cuando.
El escritorio pasó por un muy delicado escrutinio, pero lo que más me importaba encontrar tampoco estaba allí: Los cuentos, mis historias, los dibujos, mis viejos lugares de archivo estaban todos vacíos.
Mis padres adoptivos parecían haberlos apreciado al máximo, ya que no había ni una sola hoja con algún rastro de mí en el lugar.
Ingresé a la casa, fui a la habitación principal dónde ellos solían dormir; los muebles estaban intactos, pero las fotografías y la ropa, además de algunos adornos se habían ido. Lo mismo sucedió con la sala de estar, la biblioteca, el estudio y la cocina, también el cuarto de lavado y el baño...
Todo lo mas personal se marchó con ellos.
En la estantería solo faltaban los álbumes familiares; tomé un par de libros viejos que me gustaría conservar, los favoritos de Héller, me los leía cuando era una bebé. Solía sentarme en su regazo, desde muy chiquita, él leía y me relataba.
Muchas veces su lectura no era digna de una niña de escasos meses, yo solía recordar todo lo que me leyó, Ilse se enfadaba, aun más cuando sus novelas eran policíacas e incluso algo pasadas de tono.
Él solía decirle:
“Debe aprender la verdad de este mundo”.
Abracé uno de los libros y me interné en la cocina, abrí el refrigerador, aun cuando no podía encontrar nada agradable luego de doce años de descomposición. Pero no había nada allí, tan solo una cosa:
En la puerta del congelador, con una abandonada barra magnética, había una fotografía de nuestra familia, la primera familia que conocí.
Tomé la imagen, yo no llevé conmigo mucho de ellos cuando me mudé.
¡Estaba tan enojada!
Ahora se me aguaban los ojos de tan solo pensar que yo fui la que los abandoné a ellos al jamás responder y perderles de rastro, luego de todo lo que pasaron por mí. Luego de todo el amor que me habían dado.
¡Tuve tanta suerte!
Miré la contraparte de la imagen, había escritura, en albanés, era la letra de Ilse que traducida decía:
“En caso de que algún día regreses.copy right hot novel pub